El fallecimiento de Cervantes y Shakespeare el mismo día – o casi – de 1616, coincidiendo con el de Garcilaso de la Vega, es la justificación para celebrar en esta fecha el día universal dedicado a los libros, esos receptáculos donde las palabras se ordenan para tener algún sentido, después de haberse encontrado unas con otras por los callejones de las ciudades y haber descubierto los senderos que llevan a los castillos de los magos y a las bibliotecas de las brujas. En su ciclo vital, algunas se sumergen en las alcantarillas y hacen noche en lupanares y mentideros para resguardarse del frío durante el invierno. Al margen de las modas, saltan de continente en continente y se cruzan unas con otras para generar hijas de colores y sonidos diversos, versos de guardia que recorren los caminos en los romances de ciego, o dibujan luces de bohemia y mariposas embriagadas de música y de sueños. A veces se escapan de los dedos de quienes creen que las inventan, sin que sea posible detenerlas, o viajan para formar los verbos originales de la mitología. El mundo solo existe por ellas, se expresa a través de ellas y se queda vacío cuando se agotan. En la soledad, meditan hasta que surge la luz y todo se llena de fuego y de misterios. Al abrazarse se reproducen como hiedras, se suben por las paredes y se enroscan en las miradas, dando forma a la imaginación y haciendo que el alma acabe creyendo en su insólita e inaprensible existencia. Cuando se encuentra la más apropiada se nota enseguida, porque se acopla a la idea como un guante y se mueve con una gracia indescriptible, como si llevara toda la vida haciendo lo mismo y lo hiciera con la frescura de quien acaba de abrir los ojos por primera vez.
Rafael Alonso Solís
Subdirector de la Cátedra